Friday, September 02, 2005

La anciana

Lirol Prólogo.

Este relato lo escribí en el invierno de 1999. El argumento es un poco tonto, o un mucho, depende de su metodología para analizar relatos tontos. En realidad me importa un soberano pepino lo que pienses, ya que mi objetivo era simplemente empezar a escribir, y la historia era lo de menos. Así que no les extrañé encontrar errores sintácticos, incluso ortográficos.

Sobres aquí va.

La anciana de los gatos

Una brisa fresca se paseaba esa noche, y de vez en cuando el sonido de algún motor lograba apagar momentáneamente el canto de los grillos debajo del puente. Carlos y Ramón estaban por terminar el carrujo de marihuana que compartían. Se habían quedado en silencio desde que lo habían encendido, hasta que Ramón expresó con tono de preocupación:

--Mira carnal, la verdad me da mala espina entrar a la casa de la vieja, además no creo que sea tanto lo que podamos sacarle, ¡solo ve la casucha en la que vive!--. Pero a Ramòn todo le daba mala espina, no era la primera vez que tratara de convencer a Carlos de echar marcha atrás antes de cometer un robo.
--Te digo que lo vi con mis propios ojos, la bruja tiene plata. Y además esta sola.— Afirmó Carlos un poco molesto y cansado de explicarlo una vez más.
Doña Soledad, como la conocìan los vecinos, era una anciana de larga y plateada cabellera, que aparentaba andar rondando los noventa años, aunque ninguno de los vecinos sabía su edad con exactitud. Por las tardes, al ponerse el sol, acostumbraba sentarse en una vieja mecedora de madera en el porche de su casa, mirando a los chiquillos jugar, y para las diez de la noche volvía a refugiarse dentro de su casa. Nadie recordaba haberla visto durante el día y rara vez entablaba alguna conversación. Lo único que podía afirmarse era que le agradaban los gatos o viceversa. Los chiquillos del lugar habían perdido el interés por identificar a cada gato que entraba o salía por encima de la puertecilla de madera retorcida y enmohecida que daba al patio de la casa de la vieja. Daba la impresión que los gatos estaban de paso en ese lugar, pués algunos se les veía merodeando por dos o tres días y después se les perdía de vista. Pero así como unos se iban otros llegaban.

Desde una semana atrás, Carlos había estudiado el lugar. Había determinado cuales eran los hogares más vulnerables y la hora indicada para efectuar el atraco. Dos noches antes, había espiado por la ventana ubicada en lo que parecia ser la sala de la casa de la vieja, un par de sillones viejos y desgarrados y un librero componían el mobiliario, pero eso no fue lo que le llamó la anteción a Carlos, lo que había llamado su atención era un cofrecito que la vieja sacó del librero. La habitación estaba apenas iluminada por la tenue luz de una lampara de mesa. Al parecer el cofrecito contenía unas cuantas cartas y algunas fotos a blanco y negro. Pero lo que realmente llamó la atención de Carlos fue la pequeña bolsa de gamuza que se le había caido a la vieja por descuido, al caer la bolsa dejo escapar una parte de su contenido. El brillo que emanó de las monedas de plata causó el efecto de un hechizo en la mente de Carlos. A partir de ese momento sus ojos trabajaron más rápido, observó un pasillo desde la ventana y al final del pasillo alcanzó a ver una parte de lo que debía ser la recamara de la vieja, la bombilla de aquella habitación estaba encendida y esa luz le permitio ver una ventana que daba al patio y lo más importante, la ventana carecía de reja. Observó de nuevo a la vieja para comprobar no haber sido descubierto, pero esta parecía absorbida por su mundo de recuerdos. Por último echó una mirada a la calle sólo para asegurarse de que nadie lo estuviera mirando y se alejó del lugar. Desde la azotea de la casa de la vieja, un grupo de felinos lo observó alejarse.

--Andando— dijo Carlos —Ya es hora—después de aspirar la última bocanada de marihuana.
Ramón se levanto sacudiéndose el trasero de los desgastados 501. Todo aquel asunto le daba mala espina, si señor. --Pero esta será la última-- pensó. Si la vieja en realidad tenía tanta plata como aseguraba Carlos, este sería su último golpe. Cruzaría la frontera hasta llegar a Los Angeles con su hermana mayor y buscaría algun empleo fregando pisos o lavando trastos, lo importante era dejar todo aquello y empezar de nuevo. La idea de caer en la grande* no le agradaba en lo absoluto, los rumores que había escuchado acerca de la manera en que estrenan a los reclusos mas jóvenes le estremecía. Sus 19 años ya eran suficientes para cumplir una condena en la penitenciaría del estado.

Carlos se levanto también y se sacudió de un rapido movimiento un aracnido que empezaba a trepar por sus botas de seguridad industrial. Palpó la 22 en la bolsillo interior de la chaqueta de piel y le paso a Ramón un tubo de acero de aproximandamente medio metro de largo. Ramón lo metió debajo de su chaqueta y subio el cierre de esta hasta el tope. Subieron una pequeña cuesta hasta llegar al puente y empezaron a caminar rumbo a la casa de la vieja.

Carlos Aguilar era un adicto de veintidos años de edad. Era el tercero de cinco hijos de una familia que habitaba en las periferias de la ciudad. Lo habían botado de la escuela secundaria cuando cursaba el segundo grado. Su madre hizo un circo cuando este se negó a continuar la secundaria en otra escuela. De alguna manera el padre de Carlos sabía que el chico tarde o temprano terminaría abandonando los estudios, y a pesar de las protestas de su madre Carlos Aguilar empezó a ganarse la vida como jornalero con un amigo de su padre que se dedicaba a la construcción. La sensación de independencia le agradaba. Le agradaba pasar los fines de semana con sus compañeros de trabajo, la mayoría de ellos pasaba los 18. Ellos mismos lo ayudaban a entrar de trampa en los bares. Su padre sufrió un paro cardiaco y falleció un poco después de que Carlos cumpliera los 18. A partir de aquel incidente empezó a combinar las cervezas con la marihuana y más tarde probó la cocaína. Finalmente estas adicciones y el nulo afecto que sentía por cualquier especie de trabajo lo condujeron a robar para conseguir lo que su cuerpo le exigía cada vez con mas ansiedad.

El vecindario estaba completamente vacío. Eran las tres de la madrugada con doce cuando Carlos consultó su reloj, en ese momento la casa de la vieja quedó al alcance de su vista. A lo lejos se escuchaba el lejano ladrido de un perro. Avanzarón cincuenta metros mas hasta llegar a la puerta que daba al patio de la casa de la vieja. Con la agilidad de un atleta olímpico Carlos brincó la puerta, Ramón lo siguió en una perfecta imitación del movimiento. El aterrizaje al otro lado fue silencioso, apoyando primero las puntas de los pies y bajando los talones inmediatamente. El sonido que hicieron al caer era semejante al de una pelota de tenis que se deja caer sobre la arcilla, atraída unicamente por la fuerza de gravedad. Se encontraban en un pasillo de aproximadamente tres metros de largo. Al fondo del patio pudieron observar, tres repisas de madera, como las que se utilizan en las tiendas de abarrotes, pero esta mercancía los observaba con sus ojos brillantes. Algunos de los felinos abandonaron la repisa y se alejaron de la casa, trepando por los tejados. Los que se quedaron simplemente los miraban sin intentar movimiento alguno. Caminaron hasta llegar a la ventana. No podían perder tiempo, habían estimado que tardarían entre cinco y siete minutos después de quebrar la ventana, diez minutos a lo más, si es que la vieja mostraba una resistencia significativa. El tiempo serìa suficiente aun cuando algun vecino entrometido decidiera ponerse los calzones y llamar a la poli.

Ramón golpeó la ventana sin reja del patio con el tubo, el cristal cedió facilmente, talló el tubo contra la parte inferior de la ventana varias veces para eliminar los residuos de cristal que pudieran dañar las manos y se introdujeron por el orificio de la ventana.
--¡Maldición!— dijó Carlos en voz baja, pero preocupado.
Se suponía que la vieja estarìa acostada en la habitación para ser atada y amordazada. Pero la vieja simplemente no estaba ahì. Carlos pensó que podría estar esperándolos en la oscuridad cun un cuchillo en la mano o hasta con la plancha lista para golpearlos en la cabeza.

Aquella situación alteraba los planes. Habían planeado que Ramón vigilara a la anciana mientras Carlos sacaba el botín. Carlos extrajó la 22 de su chaqueta y se la pasó a Ramón, este sin pensarlo la tomó y salieron juntos al pasillo. Ramón apuntó en una dirección y luego en la otra, pero no pudo percibir nada en la oscuridad. Avanzaron hasta la sala lentamente. Ramón no dejaba de volter a un lado y luego a otro, empuñando la 22. Carlos abrió el cajón de la izquierda del librero y sacó el cofrecillo. Lo abrió para asegurarse de que las monedas estuvieran dentro, sostuvo la pequeña bolsa de gamuza en su mano y la agitó levemente. Pudo escuchar el sonido que producía la fricción de las monedas. Ramón escuchó también el sonido y apenas empezaba a abrir la boca para hacer un comentario cuando sintió un aliento frío en su cara, como si alguien con la boca llena de hielo molido le hubiera soplado en la nariz y enseguida una pesada mano le abofeteó el rostro. El impacto fue tal que lo arrojo hasta un rincón de la sala. Su cabeza golpeó la pared con fuerza, produciendo un sonido seco, como el que produce una pelota de beisbol rebotando en un muro, pero antes del golpe ya Ramón estaba inconciente. Cayó en el piso justo en medio de los sillones. La 22 cayó limpiamente en un sillón sin ser disparada.

--Mordiste el anzuelo chico—Dijo una voz grave, a Carlos le recordó los comerciales de Marlboro, aquellos que le invitaban al lugar donde esta el sabor.—Como ratón mordiendo el queso de la trampa, así de fácil—El dueño de la voz se sentó tranquilamente en uno de los sillones, en el mismo que había caído la 22.

--No se por que escogiste este vecindario, y la verdad tampoco me interesa. Pero supuse que no andabas buscando a tu hermanita extraviada, ¿Cierto?. Unas cuantas monedas de plata serían suficientes. Conozco a los de tu clase chico y creeme que no han evolucionado en lo absoluto a través de los siglos, ustedes no encajan en la teoría de Darwin. Se sienten tan listos que no se dan cuenta que su propia ambición los traiciona—.
La voz hizo una pausa. La luz de la lámpara de mesa se encendió repentinamente. Carlos pudo mirar su rostro, con profundo terror pudo constatar que era el rostro de la vieja, y no podía creer que esa voz cargada de muerte saliera de su boca y mucho menos que tuviera la fuerza para lanzar a Ramón cual muñeco de trapo se tratara.
–La verdad, la sangre de los gatos ya me empieza a fastidiar, y ver a los mocosos jugando en la calle me estaba produciendo ideas locas. Pero, gracias a ti chico, ninguno de mis vecinos tendrá que preocuparse por sus chiquillos, al menos por un tiempo. Supongo que de saberlo, te estarían agradecidos, ¿No lo crees?—.
La anciana emitió una risita grave, a Carlos le recordó a Linda Blair en el Exorcista. Los ojos de Carlos se posaron por un instante en la 22, luego miraron de nuevo a la vieja.
--Quieres esto ¿verdad?—La vieja lo miró como si hubiera descubierto algo gracioso en Carlos y sonrió como queriendo contener una carcajada, acto seguido la vieja le lanzó la pequeña 22 a Carlos, este la atrapó en el aire.
Sin pensarlo dos veces Carlos jaló el gatillo de la 22. Las cuatro balas acertaron. Entonces pudo ver el cambio en el rostro de la vieja. Las arrugas empezaron a desaparecer en el rostro y el color de su tez se volvió pálido, casi amarillo. Los ojos cambiaron del café oscuro al rojo, inyectados de sangre. Una espantosa mueca en la cara del ser, semejante a una sonrisa, le permitió observar los colmillos largos y afilados listos para morder.
Los colmillos fue lo último que Carlos pudo mirar antes de dejar este mundo. Sintió un extraño calor en el cuello antes de percibir que el alma se le escapaba. La policìa llego media hora después, atraída por los disparos, solo encontraron el cuerpo de Carlos y junto a el la 22, dentro de los bolsillos de su chaqueta encontraron una bolsa de gamuza con monedas de plata. Nunca encontraron a Doña Soledad, al cabo de unos meses los vecinos terminaron olvidándose de la vieja. Los gatos fueron desapareciendo uno a uno, solo que esta vez los relevos nunca llegaron.
Aquella noche nadie vió la sombra que cruzó el cielo a excepción de los gatos, aquella sombra que cargaba un cuerpo.
Ramón nunca cruzó la fontera, pero ya no tuvo que preocuparse por caer en la grande jamás. Por fin Ramón pudo dejar aquella vida, lamentablemente nunca empezó una nueva.

2 Comments:

Blogger A Teen Spirit! said...

Mendiga viejilla!!!
la soñe anoche!!!


:S

11:33 AM  
Blogger A Teen Spirit! said...

la volvi a soñar, pero esta vez era una anciana en las calles de guadalajara, pidiendo limosna... péro no se por ke del centro de gdl se miraba el cerro de la silla de Mty... jejejeje.... bueno parese ke ya supere el trauma de la viejita ;)

8:51 AM  

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