Sunday, February 12, 2017

Raymundo Gameros

Raymundo Gameros, tu padre, murió el jueves  nueve de mayo de mil novecientos veintinueve. Estábamos solos en la casa. Yo le había dicho a la Esther que se retirara temprano, porque vino a verla Filemón con sus dos niñas desde Madera, para el día de la madre; y yo sé muy bien lo que se siente extrañar  a los hijos.  No importa cuanto negocio tengas que hacer, una anda igual que un ánima todo el día, con la mirada ausente y triste, como mula de arado. Así que le dije que se fuera desde el mediodía, que no quería volver a verla hasta el lunes; al cabo que para atender a tu papá, yo me las podía averiguar sola, sin ayuda de nadie, como al principio.

Cuenta la Esther, que Filemón se acomodó bien. Después que se apaciguó el alboroto de la revolución, se fue con uno de los hermanos de Emilio, que en paz descanse, a trabajar de peón a un rancho, allá en Madera, y ya ves que Filemón siempre fue bueno trabajar, se ha de haber granjeado al ganadero matándose como bestia de sol a sol. Bueno, pues resulta que ya hasta lo hicieron capataz; y si debe ser cierto hijo, porque a las chamacas las trae muy de pipa y guante, y no se diga el, que anda  de tejana y oliendo a colonia, y mira que no es mal parecido.

Pero así nomás tantito que se me ponga presumida la Esther, yo le empiezo a hablar de ti, porque me habrán de perdonar, pero ¿a cuántos abogados conoces que hayan salido de este maldito rincón olvidado del mundo? Ninguno, nomás tu mijo. No me arrepiento de haberte alejado de mí. Siempre supe que tenías cabeza para algo más que andar arreando becerros y pizcando manzanas. Si te hubieras quedado aquí, no habrías sobrevivido las barbajanadas de tu padre, o tantito peor, ya serías igual que él. Por eso, creo que hice bien en mandarte a Ciudad Juárez con mi tía Licha. Ya te veo muy guapo, de traje y toda la cosa, atendiendo asuntos importantes allá en la frontera.  Segurito que has de traer a más de tres pisando nubes, hasta parece que las oigo murmurando cosas de muchachas a tu paso.

Raymundo nunca fue buen mozo. Más bien, tenía ese gesto de formalidad que cargan los mancebos que maduran antes de tiempo, con la mirada áspera de tanto contemplar la injusticia. Con tu papá me sentía segura, eso sí, pero nunca, por más que le esculcaba en los ojos, pude ver en ellos asomarse, ni un poquito de cariño. Nomás ese diablo bronco que a veces se les mete a los hombres, y que luego se sosiega, apenas si se bajan de una. Yo tampoco lo quería, pero fui aprendiendo a respetarlo con el paso del tiempo. Luego naciste tú, y fue como una bocanada de aire fresco en la canícula. Funcionábamos bien como familia, a pesar que entre los dos, nunca abundaron las palabras. A lo mejor, hasta te has de acordar de aquellos días. Cuando empezaste a caminar, a diario te tomaba de la mano y se iban paso a pasito hasta la plaza, donde te sentaba en sus piernas, hasta que empezaba a oscurecer. Más tarde, tu papá, lleno de orgullo, me contaba cómo se acercaban las gentes para hacerte cariños en la plaza, ¿y cómo no? Si yo te traía todo el tiempo bien catrín.

Esos fueron los años buenos hijo. Una mañana, me acuerdo que ya estaban encima las fiestas de San Isidro, se me apareció Raymundo con una muchacha. Tenía el pelo cenizo, unas ojeras de mapache y el pellejo pálido como la luna. Según me dijo tu papá, había llegado de Creel buscando trabajo entre las casas de Guerrero; y como ya tenía rato moliéndolo para que me consiguiera ayuda, pues ahí estaba. Yo hubiera preferido una señora más maciza y más curtida en los quehaceres, y no esa niña toda menudita y entelerida; pero luego que se me quedara viendo, con esos ojos que brillaban de tristeza no me pude negar. Resultó que la Azucena salió rebuena pa’l negocio. Lo mismo limpiaba que cocinaba que planchaba ropa. En un ratito tatemaba chiles, me regaba las hierbas y barría el patio. De eso no me quejo, si algo bueno se podía decir de la chamaca, era eso.

Un domingo nos fuimos a la misa nomás tu y yo. Raymundo dijo que se sentía mal y quería evitarse la resolana del mediodía. A medio camino, se te atravesó un peñasco y fuiste a dar de lleno en el agua de un charco.  Me puse verde del coraje, porque nos tuvimos que regresar a cambiarte la ropa, no iba a dejar que las viejas mitoteras te agarraran de su comidilla en plena misa. Ahí te vamos para atrás, y yo echando más padres y madres por  todo el camino.  Cuando llegamos, se me figuró oír unas risas desde el fondo del pasillo, parecía la risa de tu padre, y mira que te puedo contar con los dedos de la mano, las veces que lo escuche reír. Entonces me ganó la curiosidad, quería saber la razón detrás de aquel milagro. No sabes la tamaña desilusión que me llevé, al descubrir la raíz de aquella algarabía. Allí estaba tu padre, revolcándose con la Azucena entre las sábanas. Cerré la puerta de un azoté, para que no vieras tan repugnante cuadro. Cuando regresé para reclamarle a Raymundo, ya se había escapado por la ventana; regresó a la casa después de algunos días. En cuanto a la piruja de la Azucena, me encargué de que no la volviera a ver nunca más.

Raymundo jamás volvió a ser el mismo. Después de aquel día, agarró el vicio de la botella poco a poco, hasta que no hubo día en que no probara alcohol. Con el vicio, llegaron los maltratos.  Yo creí que de alguna manera, se quería desquitar por la ausencia de la Azucena, cómo si la que estuviera mal era yo, por no consecuentarle su vileza, y no él por andar de viejo verde.  Créeme que lo habría soportado todo mijo, todo lo que se le ocurriera hacerle a mi persona, pero cuando la empezó a agarrar contigo, entonces si me conoció. ¿Te acuerdas de aquella cicatriz, como zarpazo de tigre que llevaba en el cachete? Esas fueron mis uñas, luego que el desgraciado te volteó la cara de un cobarde manotazo. Una cosa es irle a la mano a los hijos, y otra muy distinta, desquitarse la borrachera hasta matarlos. Por eso te mandé a Juárez, a pesar de la negativa de él, me las arreglé para que te fueras.

Con el tiempo me fue dejando en paz,  todo mundo sabía que tenía otras mujeres; a mí no me importaba, mientras no me las restregara en la frente. El rancho seguía prosperando y el dinero le alcanzaba para las repetidas borracheras, que les patrocinaba a la bola de lambiscones que se decían sus amigos. Para la hora que Raymundo recalaba ya estaba amaneciendo, y ya andaba yo en pie; y las raras veces que llegaba temprano, hacía como que dormía y él me seguía el juego. Así se nos fueron los años de tu ausencia, procurando llevar la fiesta en paz, haciéndonos de la vista gorda.

A principios del veintinueve vino a visitarnos Pilar, mi prima; engreída, como la mayoría de las gentes que vienen de la capital, haciendo la caravana con esos aires de mucho mundo. La verdad que tuve en poca consideración todos sus desplantes, nada más porque me trajo este retrato tuyo que tengo junto a la cabecera. La Pilar se había quedado viuda de un gringo adinerado, ella debía tener treinta y pico de años, y desde entonces, se dedicó a lo que sabía hacer mejor: gastarse el dinero de su marido. A tu papá siempre le había caído bien, ha de ser porque a ella también se le daba la copa sin mucho esfuerzo. Una noche, me desperté en la madrugada, estaba yo muy inquieta, haciéndome remolino entre las cobijas.  Me levante y caminé a la cocina por un poco de agua para mis pastillas de los nervios. Conforme me iba acercado a la cocina, más fuerte me pareció escuchar unos ruidos. No se apercibieron de mi presencia de tan ocupados que estaban los infelices. No dije nada, regresé al cuarto y me tragué las pastillas con mi propia saliva, no quería que ellos supieran que los había visto. A los días puse a mi prima en su lugar, para que tu padre no la volviera a ver jamás.

Unos meses después, sucedió lo de Raymundo. Andaba de buenas y me pidió que le hiciera un caldo de res, con una salsa de chiles tatemados. Ahí me tienes toda la tarde pelando papas y despellejando los chilacas para que comiera a gusto el hombre, hasta unas tortillas me puse a palotear. Serví la mesa pasaditas las tres de la tarde. El caldo estaba todavía hirviendo, como a él le gustaba. Apenas se mal sentó cuando ya se lo estaba engullendo, echando más maldiciones que un loco de tanto quemarse, pero sin dejar de tragar.  Después que terminó con el caldo, se apuró unos sorbos de limonada para quitarse lo enchilado, y luego empezó a toser. La cara se le puso colorada y los ojos vidriosos entre que tosía y carraspeaba. Luego se agarró del cuello con las manos, mientras sacaba la lengua y trataba de jalar aire; hasta que dejó caer la cabeza en el mismo plato del que había comido. Esa misma noche lo velamos y le dimos sepultura al día siguiente. Ninguno de sus compañeros de farra tuvo la decencia de acompañarlo, y yo creo que era mejor así. Supongo que para cuando te llegó la noticia ya lo habíamos enterrado.

Te has de preguntar porque te estoy dando santo y seña a estas alturas. Estas cosas no se las he contado ni la misma Esther, y mira que sea ganado a pulso mi confianza. Tengo que soltar esta ponzoña que llevo dentro y me ha estado consumiendo a lo largo de los años. Hace unos meses que empecé a escupir sangre, luego me vino esta pesadez, junto con la insoportable opresión en el pecho, acompañada de una espantosa tos de perro. Ahora cada vez que me llevo el pañuelo a la boca, le dejo un poco de sangre; y ya no quiero seguir así. Esta noche voy a tomarme algunas píldoras de más, y luego un té de las siete flores. Pienso agregarle un poco de ese veneno para  ratas, del que me prepararon en la Botica Central, la última vez que fui a Chihuahua. Del mismo que le puse a Raymundo en el caldo de res. Con un poco de suerte y no siento nada.

Me habrás de perdonar que te meta en el enredo, pero quiero pedirte un favor. Dile a tu tía Francisca, que los restos de la Pilar están enseguida del limonero, del lado donde se mete el sol. Es importante que le aclares bien esto último, no la vaya a confundir con la Azucena, que está del otro lado.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home